Estados Unidos se vende como un melting pot, un caldero donde todas las culturas se funden en una sola. Pero eso es falso. América no es un guiso, es una cajita bento.
Todo está dentro del mismo envase, pero en compartimentos bien definidos. Aquí están los anglosajones con sus apellidos que se remontan al Mayflower, allá los italianos que todavía hacen la cena del siete peces en Navidad. En otra esquina, las comunidades latinas, chinas, afroamericanas, cada una con su propio espacio, su propia salsa. Nunca se mezclan del todo.
Los republicanos en su caja roja, los demócratas en la azul. Protestantes, católicos, judíos, musulmanes—cada uno en su bandeja, a veces compartiendo mesa, pero nunca el mismo plato. En un rincón, los ricos de siempre, intocables. En otro, los que limpian sus casas, entregan sus paquetes y preparan su café. Todo está separado, pero bajo la misma tapa de plástico.
Incluso la ciencia tuvo que ajustarse. Antes, eras autista o no lo eras. Ahora hay un espectro, porque la realidad no cabe en etiquetas rígidas. En un país donde cada comunidad funciona como un microcosmos, la psiquiatría tuvo que reconocer que las mentes también operan en compartimentos flexibles.
La cajita bento funciona… hasta que no funciona. Cuando un compartimento se llena demasiado, el arroz empieza a desbordarse. Las salsas se mezclan, los bordes se rompen, y de repente el orden estructurado deja de existir. ¿Qué pasa cuando la tapa ya no aguanta?
Tal vez ahí es cuando América, por fin, se convierte en el guiso que dice ser. O tal vez solo conseguimos otra cajita, más grande, con compartimentos más profundos.
Pero la pregunta sigue ahí: ¿de verdad estamos juntos en esto, o solo compartimos la nevera?
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