Mi generación es una contradicción viviente: intensamente sexualizada y cruda, pero también profundamente auténtica y, en cierto sentido, atea. No solo atea en lo religioso, sino también en cuanto a las creencias que solían sostener a la sociedad: el capitalismo, los valores heredados y, a veces, incluso la fe en nosotros mismos. Hemos crecido cuestionándolo todo, desde las instituciones hasta nuestras propias capacidades.
Ser “real” se ha convertido en nuestro valor más preciado. Lo buscamos en la música, en los podcasts, y en los relatos que resuenan con nuestras vidas. Instagram, TikTok y YouTube son el nuevo Hollywood. Ya no anhelamos ídolos inalcanzables; buscamos a quienes parecen tan humanos como nosotros. Queremos vernos en ellos, sentir que lo que hacemos importa, aunque sea por un instante.
Somos una generación de transición, atrapada entre lo que derrumbamos y lo que aún no sabemos cómo construir. En nuestra paradoja habita nuestra esencia: vivimos la soledad de un mundo desconectado, pero seguimos buscando, juntos, algo que aún no tiene nombre.
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