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El Arquitecto

Writer's picture: Leo EliseoLeo Eliseo

En un valle rodeado de colinas verdes y neblina, descansaba una pequeña ciudad pintoresca donde el tiempo parecía haberse detenido. Cada casa, desde la fundación hasta el techado, estaba diseñada con una estricta coherencia estética que evocaba los años victorianos: fachadas adornadas con detalles florales, ventanas simétricas y puertas pintadas en colores específicos que nunca rompían la armonía visual. Allí, los ciudadanos vivían bajo una regla no escrita que daba sentido a su identidad colectiva: el respeto por su arquitectura y, por ende, su historia.


Pero no todos compartían esa devoción inquebrantable.


El Arquitecto, entonces joven y ambicioso, había regresado a la ciudad tras estudiar en las mejores universidades del mundo. Había visto estructuras que parecían desafiar la gravedad, edificios de cristal y acero que vibraban con modernidad. Para él, las casas victorianas eran reliquias de un tiempo pasado, cadenas que ataban y estancaban a la ciudad.


Pronto, su talento le consiguió un lugar en el concilio de la ciudad. Fue allí donde comenzó su revolución. Propuso nuevas formas, materiales y colores que contrastaban con la uniformidad ancestral. Las primeras casas que diseñó fueron un escándalo: líneas asimétricas, fachadas metálicas, tonos vibrantes. Algunos habitantes se sintieron traicionados, pero otros vieron en él un visionario. Con el tiempo, más personas se unieron a su causa, y poco a poco, la ciudad comenzó a transformarse.


El cambio trajo consigo nuevas oportunidades: turistas, famosos y curiosos llegaron atraídos por el choque entre lo viejo y lo nuevo. Cafés modernos y galerías de arte emergieron donde antes había tiendas locales. El Arquitecto se deleitaba al caminar por calles que, según él, estaban más vivas que nunca.


Sin embargo, los años pasaron, y con ellos llegó el desgaste. Las fachadas tradicionales, relegadas al olvido, comenzaron a derrumbarse bajo el peso de su descuido. Las casas modernas, tan llamativas al principio, ahora se veían fuera de lugar, como gritos aislados en un paisaje que alguna vez había sido un susurro armonioso. La ciudad, que antes parecía un poema, se había convertido en un collage.


El Arquitecto envejeció, y con su vejez llegó la reflexión. Empezó a notar los efectos de sus decisiones: los vecinos ya no se sentían parte de una comunidad, sino de una colección de individuos separados por el diseño (y costo) de sus casas. La ciudad había perdido algo que las líneas modernas no podían reemplazar: su espíritu compartido.


Una noche, mientras observaba la calle principal desde una colina, recordó su infancia. Recordó las casas que parecían abrazarse entre sí, el calor silencioso de una estética común que conectaba a cada ciudadano. Con un peso en el pecho, comprendió lo que había sacrificado en su hambre de cambio.


Cuando finalmente dejó este mundo, la ciudad volvió a encontrar una voz propia. En el centro de la plaza, colocaron una placa que decía: "El Arquitecto nos enseñó que construir no es solo erigir paredes, sino también tejer los lazos invisibles que nos unen."

 
 
 

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