Fernando, el rey astuto, navegó los mares de la política y la fe con la brújula de la conveniencia. Su alianza con Isabel no solo unió Castilla y Aragón, sino que convirtió el sueño ibérico en una realidad estratégica: un reino fortalecido, unificado bajo la cruz, listo para la conquista y el comercio. Granada cayó con el permiso del Papa, y con esa victoria, se selló una extraña alianza entre la espada y la mitra. A cambio de indulgencias divinas, Fernando ofreció la expansión terrenal.
En su ambición, forzó conversiones, persiguió herejías y miró hacia Oriente, siguiendo los pasos de Vasco de Gama. Y como un golpe del destino, o tal vez de simple cálculo, un navegante genovés llamado Colón ofreció una ruta hacia lo desconocido. Poético, sí, pero era Historia. La lotería comercial que trajo el Nuevo Mundo llenó las arcas de la Corona, pero también cargó a la monarquía con una deuda moral que nunca pagarían: esclavitud, explotación y el descarte de aquellos que los hicieron ricos. Colón, el soñador, terminó siendo un peón descartable en el tablero de los Reyes Católicos.
Todo, por supuesto, con la bendición del obispo de Roma, quien miraba complacido mientras sus propios cimientos empezaban a temblar. Porque mientras Fernando y su generación reescribían los mapas y moldeaban la fe, las tensiones en el Sacro Imperio Romano se cocían a fuego lento. ¿Cómo iba a reaccionar una Europa fragmentada ante tal embriaguez de poder? El Papa exigía tributos para su basílica mientras los campesinos apenas podían alimentar a sus familias. La imprenta, el milagro del renacimiento, tomó las 95 tesis de Lutero y las puso en las manos de aquellos que más habían sufrido por la avaricia del clero.
Así, entre cruzadas y conversiones, impuestos y exploraciones, la fractura se hizo inevitable. Fernando, aún en su ausencia, sigue rondando la Historia como un fantasma que susurra sobre los peligros de mezclar demasiado poder terrenal con lo divino.
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