Un hombre caminaba por la vida como quien se encuentra perdido en un vasto desierto, rodeado de sombras de algo mayor, pero incapaz de descifrar su forma. Desde niño, siempre había sentido que su existencia era una pieza suelta, aislada, sin un propósito definido. Observaba a su alrededor cómo los demás parecían tener una dirección, un sentido. Cada uno jugaba su rol en el gran teatro de la vida, mientras él seguía preguntándose cuál era el suyo.
Con el paso de los años, aquella sensación de desconexión lo acompañó como un eco constante. Se dedicaba a aprender, a observar, pero sin un norte claro. En su trabajo, veía a sus compañeros cumplir sus funciones con precisión, como engranajes dentro de una máquina más grande. Él, en cambio, se sentía como una pieza que había caído fuera del mecanismo, incapaz de entender dónde o cómo encajaba.
Un día, mientras estaba en casa, distraído frente a una caja de rompecabezas a medio hacer, sintió una incomodidad familiar. Sostenía una pieza en la mano que no lograba ubicar en el tablero, y en ese instante, la frustración lo invadió. Se detuvo a observar la imagen en la caja, una foto completa del rompecabezas, pero aún así no encontraba el lugar para esa pequeña pieza.
Entonces, como un destello, la realización llegó. No era necesario comprender de inmediato el cuadro completo para saber que la pieza tenía un lugar. Lo mismo sucedía con él. Durante todo ese tiempo, había intentado encajar rápidamente, sin darse cuenta de que algunas piezas necesitan tiempo, paciencia, y el ajuste de otras para revelar su posición final.
Dejó la pieza a un lado, sin intentar forzarla, y respiró profundo. Se dio cuenta de que su vida no era una carrera para encontrar su sitio, sino un proceso de descubrimiento que, aunque largo, no era menos valioso. Las conexiones con las demás piezas eventualmente se formarían. Él era parte del rompecabezas, aunque todavía no pudiera ver cómo encajaba.
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