El tiempo, tal como lo concebimos, es una construcción profundamente humana, un intento por domesticar el flujo infinito del cosmos bajo nuestras reglas. Es curioso cómo nuestra percepción del tiempo se alinea con el ritmo de nuestros corazones, como si fuera una danza íntima entre lo biológico y lo cósmico. Pero ¿qué tan real es esta noción?
La teoría de la relatividad ya nos ha demostrado que el tiempo no es una constante universal, sino un fenómeno maleable, que se estira y se comprime según las circunstancias. Lo sentimos cuando la adrenalina inunda nuestras venas y los segundos parecen eternos, o cuando dormimos y las horas desaparecen como un parpadeo. Si nuestra propia experiencia del tiempo fluctúa, ¿qué nos hace pensar que otras formas de vida, incluso las alienígenas, lo comprenderán de la misma manera?
Asumimos que el tiempo es una extensión de la física porque nos tranquiliza darle un marco “universal.” Sin embargo, esta supuesta universalidad no explica por qué el tiempo parece tan indiferente a nuestras angustias. Si el universo es eterno o, al menos, se comporta como si lo fuera, ¿por qué nosotros, seres finitos, estamos atrapados en una lucha absurda por medirlo y comprenderlo?
Quizá la verdadera pregunta no sea cómo el tiempo es percibido universalmente, sino por qué nos obsesiona tanto su comprensión. Tal vez el tiempo no es más que un espejo que refleja nuestra fragilidad, una herramienta que usamos para combatir la eternidad indiferente del cosmos. Y en esa lucha, puede que estemos más solos de lo que nos gusta admitir.
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