Hunter aceleraba por la carretera, el viento golpeando su rostro. El Chevrolet del 73’ rugía bajo él, como una bestia indomable, y sus pensamientos volaban con la misma velocidad, salvajes, sin barreras. Para Hunter, el camino era más que un trayecto; era el reflejo de su esencia, un espacio donde el caos y la libertad se encontraban en un baile eterno.
Había pasado su vida persiguiendo la verdad, o al menos su versión de ella, desafiando cada norma, cada límite que el mundo le había impuesto. Las reglas, los sistemas, las expectativas: todo eso era una farsa, una prisión invisible que mantenía a la gente adormecida, ciega ante la realidad de lo que significaba vivir. Él no.
La carretera delante de él era infinita, y eso le daba consuelo. No había destino final, solo el viaje, el momento presente que se extendía como una promesa de algo más, algo inalcanzable, pero siempre a la vista.
Hunter sabía que la libertad real es tomada, no otorgada, ocasionalmente a un costo alto. Es el precio de vivir sin cadenas, de reírse en la cara del miedo y del control. No todos podían soportarlo. Algunos lo llamaban loco, otros un genio. Para él, esas palabras no importaban.
Aceleró aún más, dejando atrás cualquier rasgo de civilización, los últimos vestigios de un mundo que nunca había sentido como propio. En ese instante, con el viento en sus oídos y la carretera ante él, Hunter era una fuerza imparable, un alma libre en el sentido más puro de la palabra.
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