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La Adolescencia

Writer's picture: Leo EliseoLeo Eliseo

La adolescencia es una tierra de nadie, un espacio entre lo que fuiste y lo que estás destinado a ser. Es una etapa incómoda, llena de contradicciones, donde todo parece a medio hacer: ni niño, ni adulto.


En esta transición, el mundo se expande y se encoge al mismo tiempo. Las posibilidades parecen infinitas, pero los límites nunca han sido tan claros. Es una época de descubrimientos forzados, donde el yo se fragmenta en mil versiones: lo que quieres ser, lo que te exigen ser, lo que temes ser. Es el ensayo general de la vida, lleno de errores, improvisaciones y aplausos a medias.


Al mismo tiempo, la adolescencia es el choque frontal contra la realidad, el despertar brusco ante un entorno que deja de ser tan simple como parecía. Los juegos se vuelven decisiones que, aunque todavía no definitivas, comienzan a tallar trazos en la identidad. La mirada hacia el futuro es una mezcla de pánico y esperanza, porque el horizonte es amplio, pero las señales no siempre son claras.


El cuerpo cambia y las seguridades se vuelven arena entre las manos. De pronto, la risa deja de ser espontánea y se calcula, la tristeza ya no es un simple berrinche, sino una sombra más densa. El asombro infantil, antes inagotable, empieza a filtrarse a través de los juicios, de las aprobaciones que nos dicta el entorno. Es la primera confrontación con las máscaras que exige el mundo adulto, un carnaval silencioso de roles, imágenes y expectativas.


Y, sin embargo, en medio de esa turbulencia, la adolescencia es también semilla. En la confusión habita la promesa, en la duda florece la curiosidad, en el desorden emerge la voluntad de romper moldes heredados. Es el terreno fértil para el coraje —aunque frágil— de mirar más allá de lo establecido y de imaginar nuevas formas de habitar el futuro.


Cada pequeña batalla interna, cada cuestionamiento, cada lágrima y cada carcajada se suman a la trama de quien serás mañana. Aunque el desconcierto pese, la adolescencia revela un mensaje: no hay un solo camino, no hay recetas exactas. Este es el momento en que aprendes, a tientas, que la identidad es un viaje continuo, no una meta fija. Y es justamente ahí, en esa incertidumbre, donde la semilla encuentra su tierra.

 
 
 

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