Nos gusta pensar que la historia está tallada en piedra, inalterable, inquebrantable. Pero el peso de los siglos no lo aguanta el mármol ni el bronce; lo aguanta el papel, la memoria y las cenizas de lo que alguna vez fue. Vivimos con la ilusión de que nuestro pasado está cuidadosamente preservado, cuando en realidad cuelga de un hilo frágil, tejido por manos subjetivas y a menudo interesadas.
El Imperio Romano, ejemplo eterno de grandeza, nos ofrece un caso peculiar. Sabemos de Nerón, el tirano incendiario, y de Calígula, el lunático desenfrenado, gracias a las palabras de Tácito y Suetonio. Pero estos hombres no eran testigos directos, ni siquiera cronistas desinteresados; eran intérpretes de un pasado que ya era pasado para ellos, guiados por sus prejuicios, lealtades y temores. Lo que sabemos de emperadores enteros, de sus vidas y decisiones, proviene de relatos escritos décadas, incluso siglos después, cuando las ruinas ya estaban cubiertas de polvo y el eco de las voces originales se había perdido para siempre.
¿Es esto historia o es mito? La línea entre ambas es tan delgada que no sabemos dónde termina una y comienza la otra. Quizás Nerón nunca tocó su lira mientras Roma ardía, pero esa imagen es más poderosa que cualquier verdad verificable. Quizás Calígula no fue el demente que proclaman, pero hemos decidido recordarlo así porque esa historia nos fascina más. Nos gusta pensar que conocemos el pasado, pero lo único que poseemos son fragmentos dispersos, trozos de un tapiz que nunca se tejió completamente.
No es que la historia mienta, pero tampoco dice la verdad. La historia es un susurro que viaja a través de generaciones, alterado por cada boca que lo repite. Cuelga de un hilo, y ese hilo es todo lo que tenemos para sostenernos. ¿Cuánto tiempo más aguantará?
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