Al borde de un pueblo, donde el río oscuro fluía constantemente, se alzaba un puente antiguo, cubierto por la maleza del tiempo. Apenas visible bajo la niebla, ese puente de piedra conectaba el pueblo con un vasto bosque que nadie se atrevía cruzar. Todos sabían que al otro lado no había regreso. Los aldeanos lo llamaban de muchas formas: el “Puente del Destino”, el “Fin”. No importaba el nombre, el temor que inspiraba era universal. Miraban el puente con recelo, conscientes de que algún día, inevitablemente, tendrían que cruzarlo.
Sin embargo, no todos compartían el mismo miedo. Mientras algunos evitaban siquiera acercarse, otros aceptaban en silencio el destino que los aguardaba. Un anciano del pueblo, con la sabiduría que sólo los años dan, observaba a su gente temerle a lo que él consideraba una parte del ciclo natural.
El anciano comenzó a hablar en voz baja sobre el puente, no como el fin, sino como una transición. Con el tiempo, el pueblo cambió. Ya no miraban el puente con temor, sino con una aceptación tranquila. Se dieron cuenta de que el puente no era más que una parte del viaje, un recordatorio de la universalidad de la experiencia. Nadie podía escapar de él, y eso los unía en su humanidad.
El día que el anciano decidió cruzar el puente, lo hizo con una calma que muchos no comprendían. Caminó despacio, pero firme, sabiendo que no se dirigía al fin de su existencia, sino hacia lo que seguía. Los aldeanos, en vez de llorar, sintieron una paz serena. El ciclo continuaba, y la muerte ya no era más que una parte inevitable del viaje, un recordatorio de que el destino final no es lo que define una vida, sino la manera en que cada uno enfrenta el cruce del puente.
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