Hay ideas que nacen con el potencial de transformar todo a su paso, conceptos que una vez encarnaron el pulso vivo de una época. Sin embargo, al igual que los elementos radiactivos, esas ideas también tienen una semivida: con el tiempo, su fuerza se degrada, y lo que queda es un eco, un reflejo vacío de lo que alguna vez fueron. Este eco no valida las ideas por su relevancia o evolución, sino por pura repetición. La sociedad, en su insistencia por perpetuar lo conocido, ha olvidado que una mente continuamente educada no se conforma con ecos, sino que exige nuevas frecuencias, nuevos horizontes.
Los factores fundamentales de la sociedad—sus valores, sus instituciones, sus costumbres—han sido desgastados, no por el paso del tiempo en sí, sino por la ausencia de una innovación holística real. En lugar de avanzar hacia un entendimiento más profundo del ser humano en su estado óptimo, nos hemos estancado en ciclos que repiten lo obsoleto, validando lo que ya no aporta nada al progreso.
La evolución constante de la mente choca con el inmovilismo de una sociedad que se ha acostumbrado al eco. Somos lobos operando como perros.
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