En las esquinas de la Historia, las sombras de los grandes se amontonan, proyectadas por una luz que nunca se apaga: la memoria colectiva. Emmanuel Macron, heredero de una Francia que respira revoluciones y se alimenta de contradicciones, se encuentra atrapado en una lucha silenciosa contra un rival imbatible: el pasado.
Luis XIV se enfrentó a su propia versión de esta batalla al huir de París, entendiendo que la capital no es solo una ciudad, sino un campo de batalla para las pasiones de un pueblo que vive al borde del descontento. Construyó Versailles, no como un palacio, sino como una barricada de oro contra la marea impredecible de la opinión popular. Emmanuel, en cambio, no tiene un Versailles al cual escapar. Su campo de batalla es el Eliseo, y sus trincheras, un parlamento fragmentado y las calles ardiendo con chalecos amarillos y pancartas de huelga.
La reforma de las pensiones fue su “Édit de Nantes,” una promesa rota que resuena con la misma carga simbólica. En una Francia donde la igualdad es más que un ideal; es un derecho exigido como pan en la mesa, el mero gesto de alargar la jubilación fue suficiente para convertir las plazas en campos de revuelta. Emmanuel olvidó que, en la tierra de la guillotina, cada decisión del gobernante se pesa con el filo de la Historia.
Y luego está su mirada al futuro, demasiado europeísta para algunos, demasiado distante para otros. Mientras los chalecos amarillos marchaban, Emmanuel hablaba en Bruselas, trazando el sueño de una Europa más fuerte, pero dejando a Francia sintiéndose olvidada en su propia casa. La lección de Napoleón, quizá, le habría servido: la grandeza de un líder no se mide solo por sus conquistas exteriores, sino por la forma en que doma las tormentas internas.
¿Entonces, Emmanuel es un líder pragmático o un rey perdido en su laberinto? La respuesta no es clara, porque la Historia no concede veredictos inmediatos. Ella espera, paciente, mientras las generaciones futuras juzgan. Pero una cosa está clara: en la pelea entre Emmanuel y la Historia, él no es el juez ni el jurado. Es solo otro protagonista que danza al compás de un pueblo que nunca ha dejado de ser el verdadero rey de Francia.
Rome est la foule.
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