Puerto Rico se ha convertido en un curioso epicentro de pirotecnia durante las celebraciones de año nuevo, y visto desde una perspectiva geopolítica, tiene todo el sentido. En grandes ciudades como Nueva York o Londres, las restricciones de espacio y seguridad limitan esta tradición, mientras que en zonas rurales, aunque hay más libertad, la población es menor y la escala de la celebración nunca alcanza la intensidad que vemos aquí.
El secreto de esta fascinación por los fuegos artificiales radica en que Puerto Rico no es ni completamente ciudad ni completamente campo. O, como me gusta decir, está bien esplayao’. La isla combina urbanizaciones en las ciudades, donde las casas individuales (con patios y calles que parecen casi privadas) permiten lanzar fuegos artificiales sin problemas, con áreas rurales que, a pesar de ser más abiertas, también están densamente pobladas. Esta mezcla crea el escenario perfecto para que las familias, tanto urbanas como rurales, celebren libremente.
Además, Puerto Rico se distingue por sus intensas actividades sociales, cálidos inviernos y una de las temporadas navideñas más largas del mundo. Esto atrae un constante flujo de turistas y familiares que regresan a la isla con el espíritu festivo, y en cada esquina, las festividades incluyen fuegos artificiales como un elemento central.
En última instancia, es esa dualidad —una isla que no es del todo urbana ni del todo rural— la que convierte a la pirotecnia en algo más que una tradición: es una expresión vibrante de su identidad cultural, un reflejo del carácter único de la isla y su gente.
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