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Sobre Dios

Writer's picture: Leo EliseoLeo Eliseo

A lo largo de la historia, el concepto de Dios ha moldeado civilizaciones y establecido las bases morales de muchas sociedades. Se le ha atribuido la creación del universo, de la vida y, en un sentido más profundo, de nuestro propósito. Pero ¿qué ocurre cuando una mente inquisitiva y comprometida con el rigor de la lógica y el método, se enfrenta a esta figura que parece resistirse a la prueba empírica?


Creer en Dios implica aceptar una máxima autoridad, una fuerza suprema que trasciende la comprensión humana y que, al menos en teología, da sentido a nuestra existencia. Y aquí surge el dilema: reconocer lo que Dios representa podría ser razonable, incluso necesario, desde una perspectiva filosófica y social. Como idea, Dios encarna el principio fundamental del orden, el origen de todo lo que existe. Sin embargo, aceptar su existencia por mera fe sería un acto contradictorio para quienes se consideran esclavos de la razón.


La fe, por definición, es una creencia sin evidencia. Para el pensador que busca la verdad a través de la observación y el análisis, la fe parece una salida fácil, un precedente peligroso. Creer sin pruebas no es más que un salto al vacío. Sin embargo, el mismo científico también sabe que hay preguntas que la razón aún no puede responder, misterios que permanecen fuera de su alcance.


Así, se abre una tercera posibilidad: creer en Dios no como una entidad concreta, sino como una abstracción. No como un ser que exige adoración, sino como el concepto más puro del origen y la autoridad máxima. Se podría argumentar que rechazar la fe en Dios, por respeto al espíritu científico, es en realidad un acto de honestidad intelectual. Al no haber evidencia empírica que lo sustente, creer ciegamente sería traicionar esa búsqueda constante de la verdad que define al ser racional.


¿Es posible, entonces, admirar lo que Dios representa sin rendirse a la fe? Este es el punto donde la filosofía y la ciencia se entrelazan en un nudo. La ciencia puede explicar los cómos, pero no los por qués. La filosofía puede teorizar sobre los por qués, pero no ofrecer pruebas tangibles. En ese espacio entre ambos, la idea de Dios se convierte en un horizonte, siempre presente pero inalcanzable.


Quizá la clave esté en aceptar que hay preguntas que, por ahora, no tienen respuesta. Y que no creer por fe no significa rechazar lo que Dios representa, sino reconocer nuestra naturaleza limitada, nuestra condición de exploradores eternos en un universo de incertidumbre. Quizá Dios sea eso: la personificación de todo lo que aún no entendemos, un recordatorio de que, aunque creemos saber mucho, siempre hay más por descubrir.

 
 
 

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