La historia es escrita por los vencedores, pero los vencedores cambian con el tiempo. Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana entre 1930 y 1961, ha sido objeto de múltiples interpretaciones históricas. Para unos, un líder fuerte que modernizó su país; para otros, un tirano despiadado que gobernó con puño de hierro. Sin embargo, más allá de estos juicios binarios, Trujillo es un reflejo del juego geopolítico del siglo XX y de la intervención estadounidense en América Latina.
La construcción de su mito, tanto el de la bestia como el del benefactor, no fue producto del azar ni de una evaluación meramente objetiva de sus acciones, sino del contexto en que se desenvolvió su figura. Trujillo llegó al poder con el apoyo de Estados Unidos, en una época en la que la estabilidad dictatorial era preferible a la incertidumbre democrática en la región. Su gobierno encarnó la voluntad imperialista de Washington, que veía en él un instrumento útil para sus intereses económicos y estratégicos en el Caribe.
Cuando el péndulo político cambió y Estados Unidos se vio en la necesidad de distanciarse de sus autócratas en favor de una imagen más democrática, Trujillo pasó de ser aliado a enemigo. Su asesinato en 1961 no fue un accidente; fue el desenlace de una relación que, como tantas otras en la historia de América Latina, dependía de la utilidad política del caudillo en turno. Su demonización posterior sirvió para limpiar la imagen de la intervención estadounidense y reafirmar la narrativa de que la dictadura era un mal inherente a los pueblos latinoamericanos, y no una consecuencia directa de la geopolítica imperial.
Lo mismo sucede con la percepción de mi carácter y el juicio que se hace de mi obra. No soy un dictador, pero sí un pensador que cuestiona el status quo, y la historia ha demostrado que todo aquel que desafía la narrativa establecida es, tarde o temprano, convertido en villano o mártir, dependiendo de quién cuente la historia. Si la América imperialista ha determinado quién es un dictador y quién es un defensor de la libertad, ¿por qué no habría de hacer lo mismo con los intelectuales que se atreven a desafiar su discurso?
El redescubrimiento de Trujillo, como el de cualquier figura histórica, depende de quién posea el poder de narrar. Mientras la historia sea escrita por los vencedores de turno, la verdad seguirá siendo moldeada por sus intereses. La pregunta es: ¿qué pasará cuando la historia se reescriba de nuevo?
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