El genocidio no siempre llega con bombas, balas y sangre derramada. A veces, llega disfrazado de progreso, envuelto en promesas vacías y discursos que suenan a modernidad, pero esconden el despojo. En Puerto Rico, el genocidio es silencioso, metódico y, lo que es peor, aceptado por muchos como una simple consecuencia del “orden natural” de las cosas.
La isla ha sido vendida en pedazos. Sus playas, sus montañas, sus barrios. Todo puesto en una bandeja de plata para que extranjeros, oportunistas y especuladores compren lo que queda del país. El pueblo, el verdadero Puerto Rico, es desplazado, forzado a abandonar su hogar y su acento. mientras se les dice que es por su propio bien, que esto es progreso, que así funcionan las cosas en un mundo globalizado. No es progreso; es un desmantelamiento sistemático de nuestra identidad nacional.
Este no es solo un problema económico. Es una cuestión existencial. Desplazar a una población, borrar su cultura, reducir su lengua y su historia a una atracción turística es una forma de genocidio. No se está exterminando físicamente a un pueblo, pero se le está matando lentamente en espíritu, en memoria, en significado. Y mientras esto sucede, una gran parte de la población toma la idea de la independencia como un chiste, como una utopía de izquierdistas idealistas, términos que han perdido todo sentido en un país donde la lucha por la dignidad debería ser un deber de todos.
El colonialismo no solo dejó cicatrices; dejó un miedo arraigado a imaginar un futuro propio. Nos enseñaron a depender, a creer que no somos suficientes, que la única salida es ser parte de un sistema que nos margina y nos vende al mejor postor. Nos han robado incluso la capacidad de soñar con la libertad. ¿Y qué es un pueblo sin sueños? Nada más que una colección de cuerpos sin alma, moviéndose al ritmo que les imponen desde afuera.
Puerto Rico vive, pero no basta con sobrevivir. Es hora de luchar por más, por ser libres, por ser nosotros mismos. Antes de que el silencio se vuelva permanente.
Commentaires